Una mañana de éstas me encontré con el champú.
Montones de frascos de la misma marca y tipo salían de una tienda conocida, metidos en bolsas de a tres, cuatro, ¡seis frascos para una sola persona! Yo, emocionada, entré a buscar uno para mí, pero pronto descubrí que otras mujeres que habían llegado antes que yo cargaban hasta el último de los frasquitos entre sus brazos.
En voz alta, caminando entre las largas colas que había para pagar, repliqué: “¿qué necesidad hay de llevarse el champú de a seis frascos?, ¿alguien por aquí me puede dar uno?”. Un silencio seco colmó el espacio y aquella cuerda de sifrinas en sandalias, mujerones pelilargos, madres guapetonas en ropa de gimnasio y doñitas de altísimos copetes pelirrojos procedieron a hacerse las “wilis” descaradamente: cero uno en la boleta de la solidaridad.
Como me cuesta controlar algunos impulsos, tuve que huir de la tienda luego de llamarlas lambucias acaparadoras como unas cinco veces. Ninguna se inmutó, pero por si acaso trataré de no volverlo a hacer.
Ya en mi casa, me bañé y me eché un champú que compré hace como un mes a 200 bolívares el frasco pequeño (y todavía le queda para un par de semanas de uso), en una tienda especializada. Recordé aquél día cuando entré a la tienda y le pregunté al vendedor: “señor, ¿tiene champú?”, “¿con sal o sin sal”, me dijo él, y me llevó a un exhibidor en el que había no menos de doce variedades cuyos precios oscilaban entre los 180 y los 1.300 bolívares el frasco.
El que yo compré se llama Aloe Strak, y no entiendo por qué estaba tan caro si es hecho en Guarenas. “Son caros porque son profesionales”, me dijo el vendedor.
En Venezuela hasta el champú va a la universidad. Y bueno, lo malo no es que estudien, lo malo que se vuelvan tan tecnócratas