Por Roy Daza|El mártir (Opinión)

Para llegar a la capilla del hospital de La Divina Providencia hay que subir una cuesta, en medio del sol lacerante de San Salvador, allí está una pequeña casita de un cuarto, una salita y una oficina con una vieja maquina de escribir, donde vivió monseñor Oscar Arnulfo Romero. Nunca aceptó vivir en la opulencia ni tampoco los escoltas que le ofrecieron, aunque todo el mundo sabía que la derecha lo amenazaba de muerte.

Unos días después de su nombramiento como Arzobispo, en 1977, asesinan a su amigo y también sacerdote Rutilio Grande, el hecho lo conmovió profundamente, aunque ya sabía de muchos otros crímenes de la dictadura.

Recibe denuncias de torturas y desapariciones, de despojo de tierras, de agresiones a obreros y maestros. Conoce la situación de los pobres y se pone a su lado, proclamando que la liberación solo será posible cuando ellos mismos sean actores y protagonistas de su lucha y de su liberación.

En medio de una confrontación que presagia la guerra civil, monseñor Romero levanta la bandera de la justicia y de la fe, sabe que las organizaciones populares se movilizan y son abaleadas. No se queda callado.

En 1979, un poco después del triunfo sandinista en Nicaragua, el imperialismo maniobra, es derrocado el dictador salvadoreño de entonces y una junta militar asume el poder con anuncios de democratización.

La Coordinadora Revolucionaria de Masas emerge con una gigantesca manifestación el 10 de enero de 1980. El Gobierno se desplaza a la derecha y los “escuadrones de la muerte” intentan ahogar en sangre la lucha popular.

A pesar de la represión el pueblo no abandona la calle, se configura así, una situación revolucionaria.

A monseñor Romero lo beatificaron hace una semana, pero él es santo y mártir desde que lo mataron el 24 de marzo de 1980, en la capilla del hospital de La Divina Providencia.

T/ Roy Daza
Maracay / Edo. Aragua