Lamento no recordar el autor, pero en una caricatura dos indígenas ven desde la playa las tres carabelas y uno de ellos comenta “Caray, ya nos descubrieron”.
Antes o después, qué importa, escuché a Rodolfo Izaguirre afirmar que la historia de nuestro continente era presentada como si las cámaras para narrarla vinieran montadas en los barcos, cuando teníamos la responsabilidad de colocarlas en la playa.
En efecto, ya hemos hecho la corrección. El ángulo desde el cual observamos nuestra historia parte desde lo profundo de nuestra tierra y llega hasta la costa. El resultado es que nos hemos hecho conscientes de una barbarie.
El irrespeto a otras culturas y la deshumanización se impuso en estos territorios a partir de 1492. Millones de personas de los pueblos originarios fueron perseguidos, desplazados, reducidos a la servidumbre y asesinados. Cientos de idiomas desaparecieron. Las culturas fueron vulneradas, trastocadas y humilladas.
Cuando llegaron los españoles en el siglo XVI, en este continente había ciudades más pujantes, más pobladas, más organizadas y planificadas que cualquier ciudad de Europa de ese momento.
Entre las víctimas de los colonizadores hubo miles de arquitectos, ingenieros, astrónomos y sacerdotes. Todos ellos mucho más sabios que sus asesinos.
Si bien las armas que trajeron los europeos eran más mortíferas que las que existían en estas tierras, cuando uno lee a Kim MacQuarrie, en su libro Los últimos días de los Incas, se convence de que lo más letal eran la mentira y el engaño, dos elementos que no existían en la cultura de este continente.
Aunque la Revolución Bolivariana marcó un cambio decisivo en Venezuela, en el resto de nuestro territorio la barbarie no ha terminado. El menosprecio y el irrespeto a la cultura de los pueblos originarios de América tiene todavía, lamentablemente, demasiada fuerza, mientras que la cultura occidental no termina de asumir su responsabilidad en este crimen.