Solo un verdadero artista es capaz de articular un mensaje hermoso, potente, conmovedor y aleccionador sobre la resiliencia, la esperanza, la autoaceptación y las ganas de seguir adelante, a partir de los elementos más oscuros y pútridos de la realidad contemporánea. Así lo hizo el cineasta australiano, Adam Elliot, ganador en 2004 del premio Oscar al mejor cortometraje animado, con la joya llamada Memorias de un caracol, film animado que estuvo nominado al Oscar y se ofrece en las carteleras de los circuitos comerciales de nuestro país.
Las autoridades cinematográficas venezolanas la clasificaron como clase B, para mayores de 12 años y esta vez no se les fue la mano, Memorias de un caracol no es un animado para niños, pero quizás todos los padres deberían verla. Entre sus componente se consigue violencia, maltrato, alcohol, galletas de marihuana, dedos rotos y amputados, la muerte de un padre frente a sus hijos, incendios provocados, terapia de electroshoks para “curar la homosexualidad”, intentos de suicido, sexo, un juez que se masturba en público, lenguaje soez, etcétera.
Y como un alquimista, o tal vez como un poeta maldito que consigue la métrica perfecta para componer piezas de estética deslumbrante, Adam Elliot moldeó todos estos elementos para crear una historia que ilumina desde la oscuridad, un filme que toma a la audiencia por el cuello y cuando está al borde del llanto, le hace cosquillas con chistes ácidos y oscuros.
Memorias de un caracol, contada en primera persona y en retrospectiva, comienza en Melbourne, Australia, en la década de los 70 del siglo pasado, donde Grace Pudel vive su infancia junto a su gemelo Gilbert y su padre Percy, un malabarista francés que pasó de ofrecer alegría en las calles, al alcoholismo, luego de quedar parapléjico. «Papá solía decir que la infancia era como estar borracho. Todos recuerdan lo que hiciste, excepto tú», deja colar Grace en su narración.
Las desgracias de la protagonista comienzan desde el momento mismo de su nacimiento, al que su madre no pudo sobrevivir. Vio la luz antes que Gilbert, con labio leporino, condición que la hace blanco de las burlas por parte de los chicos malos del colegio que se enfrentan a su protector hermano.
En este contexto, Grace se refugia en la lectura y disfruta de los breves y modestos momentos de alegría, en el hogar, junto a su hermano y su padre que muere de una manera que podría ser graciosa si no fuera un hecho tan lamentable.
Y así ambos hermanos son remitidos a hogares de acogida equidistantes, Gilbert termina con una familia de fanáticos religiosos en Perth, al oeste de Australia, mientras Grace, con aparente mejor suerte, va a Canberra, en el sureste, con una familia que si bien no la trata mal, tampoco le dan cariño. «Perder a un gemelo es como perder un ojo: nunca vuelves a ver el mundo de la misma manera». No obstante, es una parte fundamental del filme la comunicación que mantienen ambos hermanos en tiempos de correo físico.
Grace busca refugio a esta soledad en la colección compulsiva de caracoles y objetos relacionados con estos animalitos que son una metáfora de la coraza que se pone para enfrentar el mundo. «Las peores jaulas son las que creamos nosotros mismos».
Desde ahí va contando desgracia tras desgracia, intercalada por momentos de un humor cáustico que transcurren entre los 80 y 90, cuando Grace conoce a Pinky, una excéntrica, divertida y alocada anciana que vivió sin ningún temor ni límites para la felicidad y ayuda a Grace a encontrar la luz que hay en ella, a soltar sus amarras, a quitarse la coraza y a esperar lo que venga de la vida con esperanza.»La vida es un tapiz hermoso que necesita ser experimentado», dice la protagonista, pero la frase clave de la historia, que además se asoma en el póster, dice que «La vida solo puede entenderse mirando hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante». En ese momento, hasta al espectador más insensible, al menos se le relajan las glándulas lagrimales.
Para este conmovedor homenaje a la vida, a la esperanza y a las personas “distintas”, Adam Elliott demoró unos ocho años entre dibujar miles de veces, y a mano, a los personajes, para luego modelarlos, tanto psicológicamente como físicamente, en arcilla, y finalmente darles vida por medio de la clásica técnica del stop-motion.
Sin color pero con mucha luz
Nos parece acertada la comparación que hace el crítico de cine, Lalo Ortega, en el portal web especializado, La Estatuilla, de esta propuesta australiana con el éxito de Pixar, Intensa-Mente que, considera como la antítesis de la obra de Elliot.
No todos los niños tienen el respaldo familiar o estructural necesario para navegar con seguridad los grandes cambios de la vida, apunta Ortega. En consecuencia, el interior de sus mentes no siempre es tan vibrante o colorido como el de Riley.
Sin embargo, continúa el crítico, la película de Elliot comparte con la de Pixar un reflejo de situaciones cotidianas y mundanas, sin perder el sentido del humor. A diferencia de los avatares emocionales coloridos que representan sentimientos abstractos en Intensa-Mente, aquí es la propia Grace, ya adulta y con la perspectiva que le da el tiempo, quien relata los impactos psicológicos de su distanciamiento con su hermano, la negligencia de sus padres y las pequeñas esperanzas que surgen de los gestos amables de extraños.
En resumen, Memorias de un caracol es una de esas películas entrañables, con todos los méritos para incluirse entre las favoritas de cualquier cinéfilo o cualquier aficionado al séptimo arte.