Fin de época, en búsqueda de la utopía progresista

People at the Zocalo square, in Mexico City, watch on a huge screen the inauguration ceremony of Mexico' president-elect Andres Manuel Lopez Obrador being held at the Congress of the Union, on December 1, 2018. - Lopez Obrador, 65, won Mexico's July 1 election in a landslide, and euphoric supporters are full of hope that the fiery populist will bring sweeping change, slash poverty and fight endemic corruption. (Photo by RODRIGO ARANGUA / AFP)

La toma de mando de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) este 1 de diciembre entraña la posibilidad de un cambio radical del régimen político mexicano. La disyuntiva planteada desde su campaña por el líder del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) fue la “cuarta transformación” de las instituciones y de la vida pública de México, como antónimo de la “continuidad” de los regímenes neoliberales de los últimos 36 años. En buen romance, reformismo o barbarie.

El viernes 30 de noviembre, último día del sexenio de Enrique Peña Nieto, fue también el último año de un ciclo largo en el que hubo una visión sobre la economía y la gestión gubernamental, dominada por la tecnocracia neoliberal. El nuevo régimen trae consigo un ajuste al modelo económico y el relevo de quienes han diseñado las políticas económicas.

AMLO, como se conoce popularmente a este político nacido en 1953 en Tepetitán, municipio de Macuspana, Tabasco, ha repetido que su llegada a la Presidencia es un cambio de régimen no de gobierno. Su objetivo principal es desmontar al modelo neoliberal o al menos limar sus aristas más perversas. Y poner como centro de sus políticas sociales a las mayorías pauperizadas del país.

Para ello se plantea como objetivo fundamental de corto y mediano plazo la recuperación de las empresas estatales Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Petróleos Mexicanos (Pemex, creada en 1938 por el general Lázaro Cárdenas). Ello significará revertir la contrarreforma energética del presidente saliente, Peña Nieto, quien abrió esos recursos geoestratégicos al capital corporativo privado, nacional y extranjero, con un saldo netamente negativo: de los 107 contratos firmados desde 2015 no se ha sacado un solo barril de petróleo y la producción ha decaído a 800 mil barriles diarios y a la baja. Hacia el 2024, al final de su gobierno, López Obrador pretende que Pemex esté produciendo 2 millones 400 mil barriles diarios.

Además, su programa centrista de corte nacionalista pone el acento en una refundación y democratización del Estado, en aras de convertirlo en promotor del desarrollo económico, político y social. Sin embargo, ha prometido austeridad de una forma que lo acerca a la ortodoxia, y establecido un compromiso claro de mantener el equilibrio macroeconómico, preservar la autonomía del Banco de México y mantener el tipo de cambio flexible. Nada, pues, como para inquietar a “los mercados”. De allí que las posibilidades de un cambio de raíz del actual modelo económico parecen ser limitadas. Desde 1994-1996 se han aprobado una serie de candados legales que blindan jurídicamente al proyecto neoliberal; por lo que le será muy difícil –aunque no imposible– transitar hacia una ruta muy distinta a la del Consenso de Washington.

No obstante, la narrativa central de la campaña electoral de AMLO y como Presidente electo puso énfasis en separar el poder económico del poder político. Y eso lo llevó a enfrentarse con el hombre más rico de México, Carlos Slim, y con las 40 familias que integran el Consejo Mexicano de Negocios, los megamillonarios marca Forbes a algunos de los cuales identificó por sus nombres como miembros de una “minoría rapaz”.

TRANSFORMACIÓN 4.0

Por paradójico que parezca, en un país donde tras su arrasadora victoria quedaron desdibujadas las corrientes políticas tradicionales (PRI, PAN, PRD), el “populista” López Obrador y su agrupación Morena terminaron inyectándole credibilidad al erosionado sistema de partidos. Recibió de los votantes un amplio mandato de cambio. Y ahora, el carismático AMLO se enfrenta al reto de poder o no poder.

Desde la noche de la victoria del 1 de julio ha repetido que quiere pasar a la historia de México como “un buen presidente”. Y que tras la guerra de independencia, las reformas liberales juaristas del siglo XIX y la Revolución Mexicana de 1910-1917, quiere llevar a cabo “la cuarta transformación” de la vida pública del país. Una revolución pacífica, de las conciencias, bajo el signo de la reconciliación (de clases), donde prive el interés general.

Ha dicho que su nuevo proyecto de nación busca establecer una “auténtica democracia, no una dictadura abierta o encubierta” (como le achacan los grandes empresarios y los críticos tarifados de los medios y la academia), y que el suyo será “un Gobierno para el pueblo y con el pueblo”. Ha reiterado, también, que los cambios serán profundos, pero apegados al orden legal vigente, y que se respetarán las libertades individuales y sociales y los derechos ciudadanos y políticos establecidos en la Constitución, empezando por la libertad empresarial y de expresión.

Otros dos objetivos de esa “cuarta transformación” serán desterrar la corrupción y la impunidad. Piensa que “la corrupción no es un fenómeno cultural sino resultado de un régimen en decadencia”, y que esa es la principal causa de la desigualdad social y económica y de la violencia que padece México.

Confrontado con un grupo de magnates al que desde hace años ha denominado “la mafia del poder”; sometido por sus opositores a campañas sucias y negativas; sin una relación tersa con las fuerzas armadas –uno de los poderes fácticos que incrementó su accionar político al margen de la Constitución durante los sexenios de Felipe Calderón y Peña Nieto–, y en un entorno internacional complejo por la narrativa agresiva y las iniciativas antimexicanas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el gobierno de López Obrador tendrá la colosal tarea de aterrizar su casi utópico decálogo de cambio social y cumplir con las expectativas de transformación profunda que generó entre quienes sufragaron por él.

En principio, sus propuestas de “perdonar” a gobernantes, políticos y empresarios que incurrieron en graves actos de corrupción generó confusión entre sus seguidores. Ha argumentado que su propuesta de “punto final” tiene como objetivo meterse de lleno en la transformación social del país y no en una confrontación política que lo desgastaría y empantanaría. A menudo ha reiterado que la venganza no es su fuerte y que no va a perseguir a nadie. “No voy a ser el poder de los poderes”, dijo a este corresponsal y un pequeño grupo de periodistas de La Jornada hace un par de días. Y abundó que se trata de juzgar al “modelo neoliberal”, no a sus “personeros”.

En ese contexto, señala que los ciudadanos serán el sustento de la transformación social y que no va a gobernar solo para los mercados. Dijo que no se va a “divorciar” del pueblo, “no habrá separación pueblo-Gobierno”, y que su partido, Morena, aun no define las características que habrá de asumir como “partido-movimiento”, para enfrentar las presiones de los poderes fácticos y la clase capitalista transnacional, pero que no se regresará al viejo partido de Estado casi único que mantuvo en el poder al Partido Revolucionario Institucional (PRI), durante 72 años ininterrumpidos el siglo pasado.

UNA BOMBA DE TIEMPO EN LA FRONTERA

Con el principal socio comercial de México, Estados Unidos, plantea una política de no confrontación. De entendimiento y prudencia, pero apegada a la doctrina y los principios de política exterior establecidos en el artículo 89 de la Constitución: no intervención, respeto a la autodeterminación de los pueblos, solución pacífica de las controversias, igualdad jurídica de los Estados y cooperación internacional.

En ese sentido, y de cara a la actual crisis migratoria desatada por la llegada al país de miles de hondureños en tránsito hacia Estados Unidos en busca de asilo, López Obrador le ha propuesto a Donald Trump un programa de inversión estructural semejante al Plan Marshall para la reconstrucción de Europa Occidental tras la II Guerra Mundial. Con base en cuatro ejes: migración, comercio, seguridad y desarrollo económico nacional, el plan pretende aplicarse en nueve estados del sur-sureste de México y el llamado triángulo del norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador y Guatemala), y la iniciativa de López Obrador es que cuente con un financiamiento de 20 mil millones de dólares a ser aportado por Canadá, Estados Unidos y México de acuerdo con el tamaño económico de cada país.

Como parte del mismo, AMLO ha diseñado la construcción de un “Tren Maya” en la península de Yucatán y la siembra de un millón de hectáreas de árboles maderables y frutales que generarán 400 mil empleos, además de otros proyectos productivos que demandarán mucha fuerza de trabajo, incluida de centroamericanos.

Sin duda, la crisis migratoria en la frontera con Estados Unidos será el bautizo de fuego del gobierno de López Obrador. Este domingo 2 de diciembre el canciller mexicano Marcelo Ebrard se reunirá en Washington con el secretario de Estado, Mike Pompeo, y el funcionario de la Administración Trump buscará concretar un polémico acuerdo mediante el cual México deberá aceptar a miles de centroamericanos mientras las Cortes de Estados Unidos deciden su suerte.

López Obrador –quien vio como “extraña” y “sospechosa” la caravana migrante en vísperas de las elecciones primarias de EEUU–, ha rechazado ese esquema conocido como “tercer país seguro”, que significaría en los hechos establecer campos de refugiados en México. Ha reiterado, también, que no aceptará la militarización de la frontera ni muros. Ninguna fórmula “que atente contra los derechos de los migrantes”.

No obstante, ante el éxodo de centroamericanos, que Trump describió falsamente como una “invasión” de indocumentados, el inquilino de la Casa Blanca ordenó el despliegue de más de ocho mil soldados y elementos de la Guardia Nacional, a lo que se sumó la actitud de la Patrulla Fronteriza, que el domingo 25 de noviembre lanzó latas de gas lacrimógeno y balas de goma contra civiles, niños incluidos, en el lado mexicano de la frontera entre Tijuana y San Diego.

Dicha acción, en violación del artículo 2 de la Carta de Naciones Unidas, que establece que ningún país puede “…recurrir a la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”, parece sentar un peligroso precedente, indicativo además de que lejos de decrecer las políticas antiinmigrantes, racistas y xenófobas de Trump podrían escalar.

No está claro si el plan “Quédate en México”, que Trump destapó en Twitter, será condicionado al financiamiento propuesto por AMLO para atacar las causas que generan fuertes flujos migratorios centroamericanos. Pero de concretarse la versión estadounidense, como anunció esta semana The Washington Post, México pasaría de “patio trasero” a “sala de espera” de la corte imperial. Con el agravante de que la agitación chovinista del tema migratorio seguirá siendo un arma electoral de Trump en pos de su reelección.

A lo anterior se suman otros frentes abiertos por López Obrador en la larguísima transición, en particular con los medios hegemónicos (radio, TV y prensa escrita), que han vivido desde siempre en un perverso amasiato con el poder político, y que se verán afectados ahora con la reducción en un 50% del gasto en publicidad oficial, y con las fuerzas armadas, al cambiar la prioridad de la defensa nacional a la seguridad de la población, ordenando un cambio sustantivo en la doctrina castrense que rige el combate al crimen organizado, dejando atrás la “guerra” de sus antecesores (Calderón y Peña Nieto), sin olvidar ni perdonar las violaciones graves a los derechos humanos perpetrados por militares. Ha dicho y repetido que un utilizará a soldados y marinos para reprimir al pueblo.

En ese espinoso contexto, cabe recordar que en México la Presidencia de la República encierra potencias simbólicas insospechadas. Una suerte de carisma institucional: no importa quién la ocupe, incluso a un inepto (pensemos en Vicente Fox), el cargo le trasmite un aura: es “el Presidente”. Y si quien lo ocupa sabe qué hacer con él, su fuerza puede devenir incalculable. Así, en una situación de crisis podría convertirse no en una referencia del Estado, sino en “su” referente. Los más preocupados por la asunción de López Obrador lo saben muy bien. Esta tarde, en el Zócalo, centro del poder político del país, podría estar planeando el fantasma de Lázaro Cárdenas, el nacionalizador del petróleo en 1938.

T/ Carlos Fazio
F/ AFP
cfazio@laneta.apc.org-Ciudad de México / México