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«La ausencia del juego en la calle muestra la pobreza de la vida comunitaria»

“¿Cuántas veces usamos el verbo jugar por día?: ‘Tenés que jugarte’, ‘Jugátela’, ‘dejá de jugar con tu vida’, y otras tantas alusiones al ‘juego político’ y ‘al juego institucional’. Es que jugar es algo muy serio, por eso se lo trata de infantilizar. No es solemne, es lo más serio que hay”, afirma el doctor en Salud Mental Comunitaria, psicólogo e investigador Gustavo Makrucz, autor del reciente libro Juegos y miedos callejeros. Transformaciones en el uso de los espacios públicos urbanos, editado por la Universidad Nacional de Lanús (Argentina), en su Colección Doctorado en Salud Mental Comunitaria, notorio texto donde reflexiona y analiza (tras un trabajo de campo e investigación social en tres barrios porteños) cómo y por qué la vida cotidiana, social y política de los habitantes promovió transformaciones en el uso de los espacios públicos urbanos, entre ellos, la desaparición de los juegos callejeros. Esa pérdida de lo lúdico en los barrios se convirtió en uno de los factores clave para entender la construcción del miedo y la percepción de inseguridad (sumado a los hechos de inseguridad real) en la vida urbana.

Si bien Makrucz ensaya sobre la práctica de los juegos callejeros como la bolita, las escondidas, el cupacupa o el fútbol, en el período comprendido entre 1970 y 1985, su lectura tiene resonancias con el presente, donde el tándem juego/miedo interpela a la Ciudad y ofrece una lectura sobre la salud de la sociedad.

–Jugar es fantasear en un mundo real, diría Freud.

–Puede ser, aunque me gusta o me parece más inquietante la frase de Nietzsche: “la madurez del hombre es haber reencontrado la seriedad que de niño se tenía al jugar”.

–¿Por qué?

–Porque jugar implica infinidad de cosas: derroche, liberación de energía, placer y aventura, exploración y transgresión. A veces competencia, aunque mayormente no sea lo más importante.

–Lo más importante fue la investigación ¿cuáles son sus características?

–En el libro intenté describir las relaciones y representaciones de los vecinos respecto al espacio público urbano en los barrios de Saavedra, Villa Urquiza y Coghlan en el período 1970-1985, barrios y años donde transcurrieron mi niñez y adolescencia. Los juegos constituyen el eje elegido para narrar el modo en que se organizaban las prácticas cotidianas de los vecinos. Estas relaciones, en la urdimbre de los juegos y otras actividades callejeras, dan cuenta de la apropiación que estos hacen del barrio.

–¿Qué se debe entender por juegos callejeros?

–Cualquier actividad desplegada “en común” fuera de las casas familiares: veredas, esquinas, placitas, baldíos, estaciones de tren, clubes de barrio, locales partidarios, festividades como la fogata de San Pedro y San Pablo, los carnavales a manguerazo limpio, etc. Con “en común” me refiero a prácticas comunitarias, a lo que fácilmente podemos homologar con las características de lo “público”, en oposición a lo privado.

–Su estudio se basa fundamentalmente en entrevistas con los vecinos. ¿Qué conclusiones obtuvo en relación al juego y los miedos?

–Sí, los testimonios dan cuenta de cómo los vecinos exploraban el barrio a través de los juegos callejeros, de cómo accedían a lo desconocido e investigaban lo que podría considerarse prohibido. A partir de los recuerdos de los juegos en la calle pude recrear, además, las vivencias de los vecinos respecto a la relación seguridad-inseguridad, términos que mayormente no se utilizaban en los 70s, aunque sí la palabra miedo. Lo que entendemos hace tiempo como inseguridad real y sensación de inseguridad debe enmarcarse en algo más amplio derivado de las transformaciones de los modos en que los habitantes de una ciudad se apropian del espacio público urbano. Tanto en esos barrios que aludo, como en muchos otros, el juego callejero ha desaparecido, se ha fugado. Aún persiste en los barrios de la zona sur de la ciudad, donde habitan las clases denominadas bajas. Es una rareza, como cuando vas en el subte y te encontrás a alguien que, milagrosamente, está leyendo un libro. Ocurre muy poco, casi nada.

–¿Qué significa para una ciudad la presencia del juego en las calles y qué significa su ausencia?

–Fundamentalmente significa salud mental. Las calles como lugar de encuentro e intercambio, como dice el pedagogo Francesco Tonucci, y no como espacio marcado por su valor comercial. Se ha instalado con total impunidad eso de “sacar a los chicos de la calle” y pocas veces se añade la cuestión de los riesgos en sí, y se da por supuesto que dentro de las casas no hay riesgos, sabemos que no es así. Riesgos hay siempre y en cualquier lugar. Por otra parte, la ausencia del juego en la calle muestra, principalmente, la pobreza de la vida comunitaria. Parafraseando al historiador y sociólogo Lewis Mumford, es cuando la velocidad y el poder lo son todo. En otra época la calle lo era todo, la cohesión comunitaria lo propiciaba y la seguridad era a la intemperie. La calle te salvaba de tu familia, dicen en algunos casos.

–¿De qué manera el juego callejero se convierte en un factor de peligro para quienes buscan convertir los espacios públicos en meros lugares de tránsito?

–El jugar en la calle es muy aventurado, por eso siempre se lo desalienta y se lo intenta reproducir, con distinta suerte, en espacios institucionales. Hay un cuerpo a cuerpo en la calle, y el aprendizaje que conlleva eso es infinito. Nada parecido ocurre en las redes sociales, donde reina el anonimato e, increíblemente, se la señala como una “comunidad virtual”. Un juego típico de esos barrios fue el “cupacupa”, muy complejo para explicar aquí, pero podemos asimilarlo al juego de la escondida, pero móvil: 15 o 20 personas atraviesan decenas de calles corriendo para cualquier lugar, como una estampida. Imposible pensarlo hoy, duraría dos minutos en vez de toda una tarde, llamarían al 911 e irían todos demorados, por decir algo suave. Por suerte aún perdura esa expresión de que alguien “tiene barrio”. O “en mi barrio” a eso se le decía de otro modo. Aunque la identidad estaba más dada por determinadas calles y banditas, que por barrios. Y que estas incluían muchas veces integrantes de más de un barrio. Y un barrio contenía decenas de banditas. Por ejemplo: los desafíos de fútbol eran contra los de determinada esquina que quedaba a cinco cuadras. Era un mundo distinto, a solo cinco cuadras de distancia.

–La identidad en movimiento…

–Claro, la identidad nunca es algo original, siempre es efecto de todo tipo de vínculos, nunca está del todo dada y transitamos cada vez más identidades problemáticas y problematizantes.

–¿Cuáles fueron los factores principales de la eliminación de los juegos en las calles?

–Todos los entrevistados manifiestan cierto patrón: haber pasado de un momento de mucha libertad y seguridad a otro donde el miedo fue in crescendo. Esto desemboca en una sensación de inseguridad, además de hechos de inseguridad. La demolición de los cuatro kilómetros por la Autopista Central 3, la AU3, es, en sí, un hecho de inseguridad real, tramitada en forma de miedo y desolación tanto por quienes tuvieron que irse del lugar, como los que se quedaron. Los casos de desaparecidos reales del barrio, no recordados por la mayoría de los entrevistados, aunque algunos vivieran a metros de sus casas, inciden de manera determinante en las transformaciones del espacio público. El estado de sitio y la aplicación de los edictos policiales dan el marco “legal”. Juntarse de a tres personas en una esquina era muy peligroso, en esquinas donde poco antes se congregaban de a decenas. Muy poco antes podías estar toda la noche, incluso jugando a la pelota a las 3 de la mañana, pasaba el patrullero y no te decía nada. Hubo un lugar emblemático, se lo denominaba “la bajadita” y aún sigue estando, la ochava de las calles Machain y Manuela Pedraza, esquina de la escuela Costa Rica. Se juntaban varias generaciones, encontrabas amigos en cualquier momento del día. Cuando se hizo peligroso permanecer allí por las noches, el chofer de un micro escolar, emplazado en diagonal, lo habilitaba para pasar la noche allí, al resguardo de la policía. La policía podía llevarte preso, incluso, por jugar al fútbol en la plaza a la tarde. En el reinicio del orden democrático comienzan las ocupaciones de las casas semidemolidas por la traza de la AU3 y eso ya completa el panorama. La inseguridad, objetiva y subjetiva, quedan instaladas para siempre, o al menos hasta el día de hoy. “La dictadura vació la calle de gente y la llenó de delincuentes”, dice un entrevistado.

–¿En qué casos se pueden relacionar la inseguridad objetiva con el miedo?

–El secuestro y el asesinato del adolescente Matías Berardi, ocurrido en 2010, en Tigre. Ese chico es capturado, y los secuestradores le exigen al padre una suma de dinero. Por descuido de sus captores Matías logra escapar, corre más de 200 metros gritando por la calle y golpeando casas que es el chico secuestrado, muchos vecinos declaran después que lo escucharon pero que no atinaron ni siquiera a llamar al 911, “no saben por qué”. ¡Fue por miedo! O por desidia, da igual. El chico se cruza con un remisero que tampoco reacciona y justo es alcanzado por los captores. Aparece acribillado al día siguiente en Ruta 6, en Campana. Recién entonces los vecinos intuyen, al ver la noticia en la televisión, que podía ser el chico que escucharon gritar, y llaman, ahora sí, al 911. Terrible y cruel. Inseguridad real e inseguridad subjetiva entreverados, horriblemente. Lo que hoy se denomina moda de la crueldad es impensable sin el miedo como subyacente. Los lazos sociales están muy idealizados. El miedo y la crueldad enlazan tanto como el amor y la solidaridad.

–¿De qué manera el juego encontró espacios nuevos donde desarrollarse?

–En los años que abarca mi investigación hay tres hechos políticos insoslayables. En un período relativamente corto se suceden la muerte de Perón y la aparición de la violencia urbana; la interrupción sangrienta y asesina del orden democrático; la vuelta al estado de sitio y a la aplicación de los edictos policiales (que regían desde antes, pero en los que la gente no reparabale hacía caso omiso); y, en los barrios a los que me refiero, la demolición de casi cuatro kilómetros para el emplazamiento de la AU3, que no termina concretándose. Desaparecen decenas de manzanas y cientos de familias. La desolación, la angustia, el desarraigo, los miedos y el silencio demoledor que impuso ese megaemprendimiento de la dictadura sobre el mismo tejido urbano son narrados ineludiblemente por la gente. La muerte de Perón fue vista como la muerte de un padre protector (ante la aparición de la violencia urbana, como dije anteriormente), incluso en entrevistados y familias antiperonistas. Estos tres factores hicieron “desaparecer” la vida en común en los espacios públicos, tal como habían transcurrido por mucho tiempo. Y así quedó hasta la actualidad. Los juegos o las juntadas se trasladaron a los clubes de barrio como modo de resguardarse del peligro de la policía, pero la policía también entraba muchas veces allí, mayormente a joder, nomás.

–¿La expulsión del juego de las calles está relacionada con una mercantilización de los espacios deportivos, y la reducción de espacios verdes?

–Sí, aunque la mercantilización es el final de este proceso. Mucha gente enseguida asocia el tema con la futura aparición de las escuelitas de fútbol. Johan Cruyff, que promocionó el fútbol callejero a través de programas de su Fundación, solía decir que “jugar en la calle es todavía la manera más pura de jugar al fútbol”. Pablo Aimar dice constantemente que ahora los pibes juegan en las escuelas de fútbol y en los equipos, y luego no juegan. Pero que, cuando él era un niño, además de jugar en alguna institución, antes y después jugaba horas en cualquier espacio, incluso en la calle. Volviendo a la pregunta, el avance del cemento sobre el verde es tremendo. Se le llama espacio verde a un cuadradito de pasto, muchas veces enrejado, en un espacio medido. La ciudad se ha olvidado de los niños, como remarcó Tonucci, citando a Lewis Mumford. Se ha olvidado de la mayor parte de los ciudadanos, sean niños o ancianos. Solo atiende al segmento más fuerte: consumista y productivo.

–¿Cuáles juegos callejeros dejaron de existir y por qué, y cuáles siguen jugándose pese a los factores que los limitan?

–En los barrios investigados ya no hay juegos en las calles, hace décadas. A veces hay algunos juegos en las plazas, organizados por alguna entidad barrial. Hay Juegotecas Barriales en CABA que en muchas oportunidades se desplazan a espacios públicos. Quiero mencionar aquí a los CUJUCA, Cumbre de Juegos Callejeros, un dispositivo territorial que promueve el juego colectivo en el espacio público, iniciado en el 2006 por tres recreólogos que coordinaban talleres en “La Casona de Humahuaca”, en el barrio de Almagro. Son eventos multitudinarios, se corta la calle y ¡a jugar que se acaba el mundo! Es fascinante. Con el tiempo este dispositivo se fue trasladando a otros barrios de la ciudad, a otras provincias y hasta llegó a Montevideo. Hay un fenómeno que se ha dado en los últimos tiempos, que es el desplazamiento de muchos juegos callejeros a otros espacios, en clave institucional y también comercial: hay campeonatos de bolitas, de avioncitos de papel, de billarda, del juego del “quemado”, de escondidas. El juego de la escondida es el juego más popular y el más antiguo de la humanidad.

–¿Jugar hoy en las calles es, entonces, un acto de rebeldía?

–El psicólogo social Fernández Christlieb plantea que el espíritu colectivo vive en los espacios que se han construido desde hace tiempo, y se comunica mediante ellos, ya que la comunicación colectiva no está disponible en la información masiva. Propone cinco emplazamientos: plazas y calles; casas; cafés; parlamento; y el individuo. Hoy podemos ver que el espíritu colectivo se ha desplazado a las casas y a los individuos. Con la pandemia ocurrieron cosas muy contradictorias. En algún momento se conjugaron encerronas angustiantes con ocupaciones de las plazas, como décadas atrás. Era maravilloso, más acá y más allá de lo terrible del momento, ver a cientos de personas festejando cumpleaños, con sus clases de yoga, de box, de zumba, de lo que se te ocurra. Si bien la mayoría festejaba ese acontecimiento y la plaza volvía a ser un lugar de permanencia y de encuentro y no de tránsito, algunos se quejaban porque ¡se había invadido el espacio público! ¡A lo que hemos llegado! Aún persiste algo de eso en las plazas, por suerte. No sé si de rebeldía, creo que jugar significa algo así como detener el tiempo.

–¿Por qué cree que cuando aparecen gobiernos autoritarios lo primero que aparece es la orden de evitar que la gente esté en las calles?

–Porque la lógica principal de los espacios públicos es la de las interacciones: multiplicidad de líneas, desorganización y reorganización constantes. Los espacios públicos están compuestos de hechos problemáticos y problematizantes, solo puede entenderse lo que se expresa allí en términos de interacción y no, estrictamente, en los individuos. No es que desaparecen estos, pero el efecto de la individuación no es lo único que está presente. Las situaciones se redefinen constantemente. Siempre hay un grado de extrañeza y de caos en cualquier territorio, que este podrá soportar o no. Esto último lo saben tanto las autoridades como el ciudadano común. Y así estamos.

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