Correo de la palabra|La(s) palabra(s) del poeta Pablo Neruda

Comenzó, como todos, con palabras prestadas. Ya las había probado, en la adolescencia, a ver si le servían. Con modestia de principiante, supo que sí. Que le servían. Pero también que no eran suficientes. O mejor: autosuficientes. Todavía traían adheridas viejas arrugas. Y un joven no debería mostrarlas. Taciturno al fin, se inició con un rosario de crepúsculos. Era la hora de las congojas y los poemas otoñales de Crepusculario: “Hoy una mano de congoja/llena de otoño el horizonte./Y hasta de mi alma caen hojas” (“Mariposa de otoño”).

Eso fue en 1923, cuando apenas tenía 19 años. Al siguiente se sumerge en el amor primaveral. En los 20 poemas de amor y una canción desesperada la melancolía lo arrastra hacia los “versos más tristes” en el trance del amor fugaz: “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”. Por eso, desde “La canción desesperada”, le dice al amor primerizo: “¡Todo en ti fue naufragio!” Y se despide: “Es la hora de partir. Oh abandonado!” Sin embargo, terco, desde su dolor, insiste en Tentativa del hombre infinito: “Mi puerta se va a abrir”.

Da unos pasos más y ya El habitante y su esperanza (1926) le ofrece una segura constatación: “El anochecer es igual en todas partes, frente al corazón del hombre que se acongoja, vacila su trapo y se arrolla a las piernas como vela vencida, temerosa. Ay del que no sabe qué camino tomar, del mar o de la selva, ay, del que regresa y encuentra dividido su terreno, en esa hora débil en que nadie puede retratarse, porque las condenas del tiempo son iguales e infinitas,, caídas sobre las vacilaciones o las angustias”. Ya, a punto de estallar, El hondero entusiasta (1933) lanza en “Llénate de mí” un angustioso SOS: “Libértame de mí. Quiero salir de mi alma. Yo soy esto que gime, esto que arde, esto que sufre”. Quiere “correr en fuga loca (…) desatando estos nudos, oh Dios mío, estos nudos (…) Irme, / Dios mío, / irme”.

Después de ese viaje inicial, aterriza en tierras asiáticas y se enfrenta a un mundo extraño que lo aturde y desconcierta. Residencia en la tierra es el resultado de una experiencia vital que lo abruma y lo desquicia. Entonces la palabra se colma de amargura: “Sucede que me canso de ser hombre” (“Walking around”) y “Si me preguntáis de dónde vengo, tengo que conversar con cosas rotas / con utensilios demasiado amargos, / con grandes bestias a menudo podridas / y con mi corazón acongojado” (“No hay olvido. Sonata”). Pero es allí donde el poeta, desesperado, comienza a ejercer la soberanía verbal.

Un poco después, en un reencuentro auspicioso con América, dialoga con Bolívar y éste le dice: “Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo”. Ocurre, pues, un giro que luego se amplifica a todo el continente. El Canto general constituye el sacramento de la palabra comprometida con los pueblos de América. En “Alturas de Macchu Picchu” les dice: “Sube a nacer conmigo, hermano.//Dame la mano desde la profunda/zona de tu dolor diseminado”.

En ese abarcador canto épico-lírico se exalta a los líderes indígenas, en simbiótica fusión con la tierra, incluidos entre “Los libertadores”: Cuauhtémoc, Caupolicán (“los ojos implacables de la tierra”), Lautaro (que “nace de la tierra”), Tupac Amaru (“una semilla (…) que germina en la tierra”). Desde esa tónica, la literatura de compromiso social y político deja de ser panfleto y asume plenamente la validez artística que le garantiza trascendencia universal.

El pueblo americano (“América insurrecta. 1800”) se incorpora a la lucha por la Independencia “con herramientas hurañas/armadas bajo los harapos”. Emergen los grandes líderes: O´Higgins, San Martín, Miranda, José Miguel Carrera, Manuel Rodríguez, Sucre, Toussaint L’ouverture, Morazán, Juárez, Lincoln, Martí, Balmaceda, Zapata, Sandino, Recabarren, Prestes. El mensaje es claro: “No renunciéis al día que os entregan/los muertos que lucharon. Cada espiga nace/de un grano entregado a la tierra,/y como el trigo el pueblo innumerable/junta raíces, acumula espigas/y en la tormenta desencadenada/sube a la claridad del universo” (“Llegará el día”).

En tono áspero, denuncia el crimen: “Yo no vengo a llorar aquí donde cayeron:/vengo a vosotros, acudo a los que viven/. Acudo a ti y a mí y en tu pecho golpeo” (“Los muertos de la plaza. 28 de enero de 1946. Santiago de Chile”). Y a los hombres humildes de su tierra: “Detrás de los libertadores estaba Juan/trabajando, pescando o combatiendo” (“La tierra se llama Juan”). Identificado con ellos, declara: “No me siento solo en la noche,/en la oscuridad de la tierra. Soy pueblo, pueblo innumerable”. Pero, para exaltar la vida, la voz se enternece: “Que otro se preocupe de los osarios…/El mundo tiene un color desnudo de manzana”, y al final: “Yo tengo frente a mí solo semillas,/ desarrollos radiantes y dulzura” (“La vida”). ¿Por qué? En uno de sus libros más combativos es bellamente explícito: …“tengo un pacto de amor con la hermosura:/tengo un pacto de sangre con mi pueblo” (“XXIX. No me lo pidan”, de Canción de gesta).

Del amor y el dolor en soledad al amor y la solidaridad muy bien acompañado. Son las palabras del poeta Pablo Neruda, que nació en un pequeño pueblo del sur de Chile un día como hoy hace 111 años.

Luis Navarrete Orta
correodelapalabra@gmail.com
I/Vargas

111 años Pablo son nada, para ti que no vas a morir, y tiene la tarea del adelantado, dibujarnos el horizonte con las palabras de los aciertos.