Por Freddy J. Melo|De nuevo contra el mundo (Opinión)

El 30 de abril de 1945 Adolfo Hitler, el “führer” de la Alemania nazi, se suicidó apelando a un doble seguro de muerte –cápsula de cianuro y balazo– y arrastrando a su mujer Eva Braun. Veinticuatro horas después lo seguirían, tras envenenar a sus seis hijos, el hacedor de mentiras Joseph Goebbels y su esposa, y le había precedido dos días Benito Mussolini, el “duce” italiano, ejecutado junto a su amante Clara Petacci por un pelotón guerrillero.

A 300 metros del búnker hitleriano el ejército soviético, comandado por los mariscales Georgi Zhúkov e Iván Kóniev, aprontaba la toma de Berlín y el fin europeo de la II Guerra Mundial.

Una semana más tarde cesaron los cañones. Las tropas de la “raza superior”, que habían violado todo, sometido pueblos y empequeñecido cualquier recuerdo de crimen y crueldad, yacían con sus banderas, armas y restos de orgullo militar a los pies de un vencedor de “raza inferior”, lleno de justa y dolorosa ira.

En la cima del Parlamento ondearon las enseñas rojas culminando la contraofensiva que había partido de las estepas invadidas. La ciudad destrozada era la cosecha de lo sembrado por los nazis desde que iniciaron la carnicería en septiembre de 1939.

El máximo responsable individual, vuelto un amasijo de cobardía y colapso psicológico, había escapado sin honor.

La destrucción material fue gigantesca, pero exigua al lado de la humana: 55 millones de cadáveres, 27 de ellos soviéticos, 13 alemanes y 15 repartidos. Dentro de tal horror, 6 millones de judíos, quienes con los comunistas fueron los chivos expiatorios.

Para insólita desgracia, los descendientes del holocausto judío regidores del Estado de Israel se transfiguraron y asumieron frente a los palestinos el espíritu nazi, amén de hacer de la condición de víctimas un inhumano negocio político.

Y lo peor: ese espíritu diabólico ha encontrado asiento de nuevo y está arremetiendo contra el mundo.

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