Luego del triunfo revolucionario Rusia saltó de la I Guerra Mundial a una guerra civil y la intervención extranjera.
Pero ni los generales zaristas, ni los ejércitos invasores, ni la hambruna provocada, ni la posterior arremetida de la maquinaria bélica nazi, pudieron “matar la criatura”.
Pudo hacerlo, sí, la inconsecuencia interior, que devino en frustración y derrota.
Lo que bajo la dirección de Vladimir Lenin fue democracia máxima relativa, con el pueblo en la calle y discusión ilimitada, con un Gobierno de obreros y campesinos que por vez primera creaban un Estado de la mayoría, tras la desaparición del maestro y el ascenso de un grupo encabezado por José Stalin –a quien Lenin desaprobaba para el ejercicio de la jefatura–, se convirtió progresivamente en un régimen de burocracia pervertida.
Tal desviación se amparaba en la necesidad de defensa contra la hostilidad a muerte de los poderes mundiales y en el capitalismo de Estado creado y concebido por Lenin como necesario y transitorio bajo control proletario.
La democracia revolucionaria, sin la cual no es posible ni imaginable construir socialismo, fue perdiendo su esencia y abriendo paso a la creciente expresión absolutista de un aparato burocrático parasitario, devenido en nuevo tipo de clase dominante.
Ello condujo al fracaso del “modelo”, fracaso doloroso porque a lo largo de su existencia había creado un sistema de países llamado “campo socialista” y abierto una perspectiva de triunfo a la gran masa planetaria de explotados. Todo eso se derrumbó y el capitalismo lo celebró como su victoria para siempre y el final de la historia.
Pero la gran Revolución de Octubre puso a temblar al capital, probó que este puede ser vencido, le arrancó para los explotados concesiones de temor, creó desde el atraso feudal un poderosísimo país y nos dejó el sabor de la esperanza a todos quienes tenemos hambre y sed de justicia, espiritual y social.